domingo, 9 de noviembre de 2014

LA BENDICION DEL SILENCIO


En el silencio está el secreto

Todos anhelamos estar más cerca de Dios. Pero para lograrlo necesitamos hacer algo que a menudo evitamos: guardar silencio.

por Drew Dyck

Hace poco asistí a una importante conferencia para líderes religiosos y empresarios en la que estaban personalidades como Colin Powell, Jimmy Carter, Jack Welch, Tony Dungy y Rick Warren. Sin embargo, debo admitir que uno de los oradores del programa parecía estar fuera de lugar. Esa persona no era un político prominente, un magnate de los negocios, ni el pastor de una iglesia. Era una mujer diminuta que usaba una sencilla túnica blanca y una pañoleta en la cabeza, a la que cariñosamente llaman "Mamá Maggie", y que trabaja en los barrios pobres de El Cairo, Egipto.

Cuando entró en el escenario, la multitud la recibió con un gran aplauso. Visiblemente emocionada por la recepción, se detuvo a mitad de camino al podio, apretó las manos, y dijo unas palabras que se perdieron en medio de los ensordecedores aplausos. Luego se inclinó y oró por un momento antes de levantarse para hablar.

Ella era digna del aplauso. Mamá Maggie ha dedicado su vida a servir a los niños hambrientos y sin hogar de Manshiyat Naser (o "Ciudad Basura" como se la conoce en Egipto). Fundó una organización llamada Los Niños de Esteban para ayudar a los incontables niños que deambulan por montañas de basura buscando sobras de comida. Hoy, la organización cuenta con miles de voluntarios, muchos de los cuales fueron ayudados cuando eran niños por esta institución benéfica.

De las muchas cosas que nos dijo ese día, recuerdo siempre una: "El silencio es el secreto, silencien su corazón para escuchar a su espíritu, silencien su espíritu para escuchar al Espíritu de Dios. En el silencio, dejamos a los muchos para estar con el Único".

Esa noche, tuve la oportunidad y el privilegio de entrevistarla. Particularmente, me sorprendieron la evidente humildad y la increíble gentileza de espíritu que irradiaba. Era fácil ver que todo lo que había en ella surgía de una profunda intimidad con Dios.

El silencio, tanto de mente como de espíritu, es esencial para comunicarse con el Dios Todopoderoso. "Estad quietos", escribe el salmista, "y conoced que yo soy Dios" (Sal 46.10). Creo que es importante señalar que la quietud precede al conocimiento, y no al revés. Si no aquietamos primero nuestro corazón (y la mente y la boca), nunca nos daremos cuenta de la inmensa necesidad que tenemos de pasar tiempo a solas con Dios.

Pero, lamentablemente, rara vez nos mantenemos en silencio. Después de unos segundos de quietud nos comenzamos a inquietar. Comenzamos a echar mano de cualquier distracción para evitar la soledad y el aburrimiento. Quizás queramos culpar a nuestros aparatos tecnológicos, o a las responsabilidades de trabajo, o a la ocupada vida familiar, pero la verdad es que evitamos el silencio a toda costa.

Un estudio reciente realizado en la Universidad de Virginia es prueba evidente de esta triste realidad. Los investigadores descubrieron que las personas que participaron en ese estudio prefirieron el dolor antes que estar a solas con sus pensamientos, aunque fuera por unos pocos minutos. Al pedirles que se sentaran en una habitación durante quince minutos sin distracciones, se les ofreció a los participantes, como alternativa, la opción de recibir descargas eléctricas. Alrededor de la mitad de las personas -a pesar de que ya habían experimentando anteriormente esa dolorosa sacudida- eligieron recibir descargas eléctricas para romper la monotonía durante los 15 minutos que duró el experimento. (Uno de los participantes optó por la sacudida 190 veces).

Como cristianos, debemos encontrar alarmante esta aversión a la quietud, puesto que estar en silencio es esencial para la madurez espiritual. La quietud es para nuestras almas lo que es el sueño para nuestros cuerpos, el cual ayuda a sanarnos y nos da tiempo para crecer. El silencio es esa pausa esencial, del torrente de ruido y del ajetreo que nos permite escuchar a nuestro Creador y acercarnos más a Cristo. Pero encontrar ese silencio en medio de la cacofonía de la vida puede ser difícil cuando un millar de cosas compiten por nuestra atención. Incluso cuando llegamos a estar a solas con Dios y tratamos de acallar el zumbido que hay en nuestro cerebro, el caos mental que producen las preocupaciones, los temores y las tareas pendientes, sale a la superficie. Se requiere un esfuerzo intencional para cultivar el silencio, sobre todo en el mundo moderno en el que vivimos. Pero es un reto que debemos aceptar. Nuestra vitalidad espiritual está en juego.

Pero eso no es todo. El silencio es algo aun más importante que un recurso para mejorar nuestra vida espiritual; es la reacción natural de los mortales a la presencia de un Dios santo. En las Sagradas Escrituras, cuando una persona se encontraba con Él, se quedaba en silencio o hablaba en murmullos, temerosa de que sus labios pecaminosos provocaran el castigo divino.

Pensemos en Isaías, por ejemplo. Cuando vio al Señor "alto y sublime", las únicas palabras que pudo utilizar fueron de desesperación. Exclamó: "¡Ay de mí, que estoy perdido!" (Is 6.5 NVI). Ezequiel, también, se sintió abrumado por la visión que tuvo de Dios. Después de verlo en su gloria, el profeta no dijo nada; lo único que pudo hacer fue arrodillarse, con la frente contra el suelo, en actitud de adoración (Ez 1.28).

Otro ejemplo es Daniel, quien pudo dominar con su mirada a los leones, pero al ver los cielos abrirse delante de él, dijo: "me incliné de cara al suelo y guardé silencio" (Dn 10.15 NVI). Asimismo, las revelaciones del cielo que recibió el apóstol Juan hicieron que cayera al suelo "como muerto" (Ap 1.17). Y aunque no hay escasez de diálogo en el libro de Job, el silencio reina cuando Dios hace su aparición. "¿Qué puedo responderte, si soy tan indigno? ¡Me tapo la boca con la mano!", dice Job (Job 40.4 NVI).

Pero nuestra manera de reaccionar suele ser muy diferente a la de estas personas. Basta con visitar el servicio de adoración de las iglesias actualmente, donde se escucha música festiva y alegre, para darnos cuenta. Y aunque no hay nada malo con eso, pues debemos demostrar el gozo que nos ha dado el Señor, también debemos reconocer que es muy poco el tiempo que pasamos reverentemente en su presencia.

¿Podemos quedar enmudecidos por la majestad del Señor? ¿Es posible que nos mantengamos en perfecto silencio delante de su santidad? La respuesta a estas preguntas es definitivamente sí. ¡Sí podemos hacerlo!

Pero, creámoslo o no, este no es un problema nuevo. En el siglo XVII, un hombre llamado Isaac Watts se quejó de la adoración indiferente. Objetó "la apagada indiferencia, el aire descuidado e irreflexivo que hay en los rostros de toda una asamblea". Su padre lo animó a escribir himnos que inspiraran una adoración más ferviente. Watts hizo precisamente eso, y terminó escribiendo algunos de los himnos más conocidos del idioma inglés, entre ellos "¡Al Mundo Paz, Nació Jesús!". Pero es la última estrofa de "Poder Eterno" la que describe a la perfección, la adoración que solamente puede venir cuando guardamos silencio. La traducción libre de una de sus estrofa, dice:

Dios está en los cielos, y los hombres abajo;
Sean breves las tonadas, y pocas las palabras;
Que una solemne reverencia frene nuestras canciones,
Y la alabanza repose silenciosa en nuestras lenguas.

Watts entendió algo que todos deberíamos aprender y aceptar: La adoración exige, algunas veces, que no digamos absolutamente ninguna palabra, y que la alabanza más pura surge a menudo de los labios silenciosos. El silencio es un reconocimiento de que estamos en presencia del Dios santo y majestuoso. Indica que estamos listos para escuchar y recibir con corazones sobrecogidos de temor reverente ante nuestro Creador. Es cuando deliberadamente cerramos nuestros labios que podemos experimentar la grandeza y la majestuosidad de Dios en plenitud. 

DIOS BENDIGA TU VIDA CON GRACIA Y PAZ

Pr. DOLREICH ARTIGAS

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