En el silencio está el secreto
Todos anhelamos estar más cerca de Dios. Pero para lograrlo necesitamos hacer algo que a menudo evitamos: guardar silencio.
por Drew Dyck
Hace
poco asistí a una importante conferencia para líderes religiosos y
empresarios en la que estaban personalidades como Colin Powell, Jimmy
Carter, Jack Welch, Tony Dungy y Rick Warren. Sin embargo, debo admitir
que uno de los oradores del programa parecía estar fuera de lugar. Esa
persona no era un político prominente, un magnate de los negocios, ni el
pastor de una iglesia. Era una mujer diminuta que usaba una sencilla
túnica blanca y una pañoleta en la cabeza, a la que cariñosamente llaman
"Mamá Maggie", y que trabaja en los barrios pobres de El Cairo, Egipto.
Cuando
entró en el escenario, la multitud la recibió con un gran aplauso.
Visiblemente emocionada por la recepción, se detuvo a mitad de camino al
podio, apretó las manos, y dijo unas palabras que se perdieron en medio
de los ensordecedores aplausos. Luego se inclinó y oró por un momento
antes de levantarse para hablar.
Ella
era digna del aplauso. Mamá Maggie ha dedicado su vida a servir a los
niños hambrientos y sin hogar de Manshiyat Naser (o "Ciudad Basura" como
se la conoce en Egipto). Fundó una organización llamada Los Niños de
Esteban para ayudar a los incontables niños que deambulan por montañas
de basura buscando sobras de comida. Hoy, la organización cuenta con
miles de voluntarios, muchos de los cuales fueron ayudados cuando eran
niños por esta institución benéfica.
De
las muchas cosas que nos dijo ese día, recuerdo siempre una: "El
silencio es el secreto, silencien su corazón para escuchar a su
espíritu, silencien su espíritu para escuchar al Espíritu de Dios. En el
silencio, dejamos a los muchos para estar con el Único".
Esa
noche, tuve la oportunidad y el privilegio de entrevistarla.
Particularmente, me sorprendieron la evidente humildad y la increíble
gentileza de espíritu que irradiaba. Era fácil ver que todo lo que había
en ella surgía de una profunda intimidad con Dios.
El
silencio, tanto de mente como de espíritu, es esencial para comunicarse
con el Dios Todopoderoso. "Estad quietos", escribe el salmista, "y
conoced que yo soy Dios" (Sal 46.10).
Creo que es importante señalar que la quietud precede al conocimiento, y
no al revés. Si no aquietamos primero nuestro corazón (y la mente y la
boca), nunca nos daremos cuenta de la inmensa necesidad que tenemos de
pasar tiempo a solas con Dios.
Pero,
lamentablemente, rara vez nos mantenemos en silencio. Después de unos
segundos de quietud nos comenzamos a inquietar. Comenzamos a echar mano
de cualquier distracción para evitar la soledad y el aburrimiento.
Quizás queramos culpar a nuestros aparatos tecnológicos, o a las
responsabilidades de trabajo, o a la ocupada vida familiar, pero la
verdad es que evitamos el silencio a toda costa.
Un
estudio reciente realizado en la Universidad de Virginia es prueba
evidente de esta triste realidad. Los investigadores descubrieron que
las personas que participaron en ese estudio prefirieron el dolor antes
que estar a solas con sus pensamientos, aunque fuera por unos pocos
minutos. Al pedirles que se sentaran en una habitación durante quince
minutos sin distracciones, se les ofreció a los participantes, como
alternativa, la opción de recibir descargas eléctricas. Alrededor de la
mitad de las personas -a pesar de que ya habían experimentando
anteriormente esa dolorosa sacudida- eligieron recibir descargas
eléctricas para romper la monotonía durante los 15 minutos que duró el
experimento. (Uno de los participantes optó por la sacudida 190 veces).
Como
cristianos, debemos encontrar alarmante esta aversión a la quietud,
puesto que estar en silencio es esencial para la madurez espiritual. La
quietud es para nuestras almas lo que es el sueño para nuestros cuerpos,
el cual ayuda a sanarnos y nos da tiempo para crecer. El silencio es
esa pausa esencial, del torrente de ruido y del ajetreo que nos permite
escuchar a nuestro Creador y acercarnos más a Cristo. Pero encontrar ese
silencio en medio de la cacofonía de la vida puede ser difícil cuando
un millar de cosas compiten por nuestra atención. Incluso cuando
llegamos a estar a solas con Dios y tratamos de acallar el zumbido que
hay en nuestro cerebro, el caos mental que producen las preocupaciones,
los temores y las tareas pendientes, sale a la superficie. Se requiere
un esfuerzo intencional para cultivar el silencio, sobre todo en el
mundo moderno en el que vivimos. Pero es un reto que debemos aceptar.
Nuestra vitalidad espiritual está en juego.
Pero
eso no es todo. El silencio es algo aun más importante que un recurso
para mejorar nuestra vida espiritual; es la reacción natural de los
mortales a la presencia de un Dios santo. En las Sagradas Escrituras,
cuando una persona se encontraba con Él, se quedaba en silencio o
hablaba en murmullos, temerosa de que sus labios pecaminosos provocaran
el castigo divino.
Pensemos
en Isaías, por ejemplo. Cuando vio al Señor "alto y sublime", las
únicas palabras que pudo utilizar fueron de desesperación. Exclamó: "¡Ay
de mí, que estoy perdido!" (Is 6.5 NVI).
Ezequiel, también, se sintió abrumado por la visión que tuvo de Dios.
Después de verlo en su gloria, el profeta no dijo nada; lo único que
pudo hacer fue arrodillarse, con la frente contra el suelo, en actitud
de adoración (Ez 1.28).
Otro
ejemplo es Daniel, quien pudo dominar con su mirada a los leones, pero
al ver los cielos abrirse delante de él, dijo: "me incliné de cara al
suelo y guardé silencio" (Dn 10.15 NVI). Asimismo, las revelaciones del cielo que recibió el apóstol Juan hicieron que cayera al suelo "como muerto" (Ap 1.17).
Y aunque no hay escasez de diálogo en el libro de Job, el silencio
reina cuando Dios hace su aparición. "¿Qué puedo responderte, si soy tan
indigno? ¡Me tapo la boca con la mano!", dice Job (Job 40.4 NVI).
Pero
nuestra manera de reaccionar suele ser muy diferente a la de estas
personas. Basta con visitar el servicio de adoración de las iglesias
actualmente, donde se escucha música festiva y alegre, para darnos
cuenta. Y aunque no hay nada malo con eso, pues debemos demostrar el
gozo que nos ha dado el Señor, también debemos reconocer que es muy poco
el tiempo que pasamos reverentemente en su presencia.
¿Podemos
quedar enmudecidos por la majestad del Señor? ¿Es posible que nos
mantengamos en perfecto silencio delante de su santidad? La respuesta a
estas preguntas es definitivamente sí. ¡Sí podemos hacerlo!
Pero,
creámoslo o no, este no es un problema nuevo. En el siglo XVII, un
hombre llamado Isaac Watts se quejó de la adoración indiferente. Objetó
"la apagada indiferencia, el aire descuidado e irreflexivo que hay en
los rostros de toda una asamblea". Su padre lo animó a escribir himnos
que inspiraran una adoración más ferviente. Watts hizo precisamente eso,
y terminó escribiendo algunos de los himnos más conocidos del idioma
inglés, entre ellos "¡Al Mundo Paz, Nació Jesús!". Pero es la última
estrofa de "Poder Eterno" la que describe a la perfección, la adoración
que solamente puede venir cuando guardamos silencio. La traducción libre
de una de sus estrofa, dice:
Dios está en los cielos, y los hombres abajo;
Sean breves las tonadas, y pocas las palabras;
Que una solemne reverencia frene nuestras canciones,
Y la alabanza repose silenciosa en nuestras lenguas.
Watts
entendió algo que todos deberíamos aprender y aceptar: La adoración
exige, algunas veces, que no digamos absolutamente ninguna palabra, y
que la alabanza más pura surge a menudo de los labios silenciosos. El
silencio es un reconocimiento de que estamos en presencia del Dios santo
y majestuoso. Indica que estamos listos para escuchar y recibir con
corazones sobrecogidos de temor reverente ante nuestro Creador. Es
cuando deliberadamente cerramos nuestros labios que podemos experimentar
la grandeza y la majestuosidad de Dios en plenitud.
DIOS BENDIGA TU VIDA CON GRACIA Y PAZ
Pr. DOLREICH ARTIGAS
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