Presencia sanadora
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Algunas veces, la mejor manera de compartir con otros el amor sanador de Dios es comparando las cicatrices.
por Winn Collier
Hace casi cinco años, Rachel
Adams, una amiga que se había trasladado a la India para trabajar como
enfermera de huérfanos con VIH, entró en un prostíbulo de Kamathipura,
la zona de tolerancia de Mumbai. La experiencia la transformó. Ella
comentó: "A medida que reía y hablaba con las mujeres de allí, la vida
que yo conocía empezó a desmoronarse. En los meses siguientes llegué a
amar a un grupo de mujeres y niños que habían sobrevivido al tráfico de
seres humanos y al trauma. Seis meses más tarde regresé a los EE.UU. y
me tomó meses dejar de llorar. Yo no sabía cómo armonizar lo que había
visto, con mi vida en los Estados Unidos".
Rachel comenzó a reunirse
con un grupo de nuestra iglesia para hablar acerca de la tragedia del
tráfico sexual en suelo norteamericano. El Proyecto Polaris (una
organización dedicada a la lucha contra el tráfico de personas) estima
que cada año hay cientos de miles de víctimas del comercio sexual en los
EE.UU. Constreñidos por la restauración de Dios en sus propias vidas, y
por su convencimiento de que el corazón generoso de Dios también se
extiende a estas mujeres, Rachel y sus amigos se preguntaron qué parte
debían tomar en la sanidad de Dios para estas mujeres y estos niños
olvidados.
El trabajo de sanidad emana
de la acción redentora de Dios en el mundo. En la tragedia del Edén, la
desobediencia del hombre infligió una herida mortal a nuestra alma. El
pecado infectó nuestra vida, arruinó nuestra comunión con Dios, causó
estragos en nuestra vida, en nuestros matrimonios, y en nuestra propia
identidad. Esta letal cicatriz atravesó todas las fibras de la creación.
Si Dios no hubiera actuado, la muerte nos habría devorado.
Pero gracias a que Dios
actuó, nuestra sanidad llegó con el Señor Jesús. Mucho antes de la
encarnación de nuestro Salvador, el profeta Isaías se hizo eco de la
gran esperanza de Israel en Aquel que habría de venir, asegurándonos que
"por sus llagas" seríamos curados (Is 53.5).
Durante generaciones, el pueblo de Dios había orado y anhelado a Aquel
que "sana a los quebrantados de corazón y venda sus heridas" (Sal 147.3). Por medio de la cruz de Jesús, Dios aplica el bálsamo del amor. Mediante la resurrección, Jesús sana al mundo.
Jesús insistió en que vino a
los que están enfermos, no a los que están bien. Por supuesto, la
verdad es que todo el mundo está enfermo y nadie está sano. Todos
estamos enfermos, y la pregunta sigue siendo si vamos a dejarnos abrazar
o no por el Sanador. En la Biblia, parece que la única barrera para
recibir la sanidad que Dios se ha propuesto y es importante recordar que
Dios sabe qué clase de sanidad necesitamos (mejor que nosotros mismos),
es simplemente nuestra voluntad de recibirla. Cuando Naamán le pidió a
Eliseo que curara su lepra, tuvo que renunciar a su control y a su
ilusión de autosuficiencia (2 R 5.1-14).
Naamán no tenía nada que aportar en ese momento; solamente tenía que
sucumbir al amor sanador de Dios. Lo mismo sucede con nosotros.
Hay una gran libertad cuando
reconocemos la verdad de que estamos heridos y enfermos; que no tenemos
la capacidad de reparar nuestras vidas hechas trizas. Si bien cada ser
humano tiene una historia única, todos tenemos una enfermedad común:
somos seres pecadores con heridas profundas. El esplendor del amor de
Dios brilla más cuando se contrasta con nuestra condición. Jesús, con
los brazos abiertos de par en par, muestra la categórica bienvenida de
Dios a toda alma enferma por el pecado.
Es por esto que en nuestra
iglesia invitamos regularmente a las personas a recibir oraciones por la
sanidad de sus cuerpos y sus espíritus. Es también por eso que hablamos
regularmente acerca de cómo Dios ha restaurado nuestros corazones, y
nos ha dado vida nueva. Creemos que nuestro Dios está dispuesto a sanar a
personas enfermas como nosotros.
Cuando hablamos de seguir a
Jesús, estamos hablando de este movimiento a la vida, a la sanidad. Es
el llamado a recibir amor para darlo después. Ser discípulo de Jesús es
participar en lo que algunos cristianos llaman teoterapia. El teólogo
Walter Brueggemann nos recuerda que los cristianos "no retroceden con
temor por el sufrimiento del mundo. Vamos a éste con libertad y
confianza, sabiendo que Dios nos ha confiado la capacidad de sanar y
transformar". Los creyentes somos una comunidad de heridos que por haber
sido sanados, podemos ayudar a sanar a otros.
Cuando seguimos a Jesús, nos
embarcamos en un viaje hacia la sanidad, y damos comienzo a toda una
vida unidos a Dios para sanar a los demás. Este movimiento encarna
nuestra vocación como pueblo de Dios y nuestra comisión como discípulos
de Jesús. "La iglesia", escribió el predicador del siglo IV Juan
Crisóstomo, "es una farmacia del espíritu". Somos un pueblo que anuncia
que Dios sanará nuestra rebelión y nos amará de pura gracia (cp. Os 14.4).
Una amiga, con una historia
brutal y con heridas desgarradoras, me contó recientemente cómo un grupo
de personas perseverantes y compasivas habían entrado en su vida y
cuidado delicadamente de ella en su peor momento. Después de varios
encuentros dolorosos que había tenido en la iglesia, decidió que no
tenía tiempo para Dios, y llegó a la convicción de que la fe cristiana
era una tonta fantasía. Tras haber pensando durante varios años en el
suicidio, creía que su vida era inútil, una basura, y digna solamente de
ser desechada. Pero de maneras admirables e inesperadas, varios amigos
se dedicaron a ella. Cada uno de ellos le abrió su corazón a ella y su
familia. Le contaron sus testimonios de vidas destrozadas que habían
sido renovadas por el poder de la gracia.
Aunque las aseveraciones del
evangelio la intrigan en este momento, al comienzo tales no eran de su
interés. Lo que sí captó su atención fue el despertar que sintió cuando
se encontró con personas que vivían en realidad su propio
quebrantamiento, y que compasivamente la invitaron a conocer la sanidad
que ellas habían encontrado en Jesús. Mi amiga me cuenta una y otra vez
que se quedó sin palabras por esta transformación auténtica -la poderosa
renovación que había hecho erupción en las vidas de unas personas
imperfectas a todas luces. Ella comenzó a creer que tal sanidad también
sería posible para ella. Mi amiga descubrió un amor que cura. Ha
encontrado esperanza de nuevo.
Esto es lo que sucede cuando
aceptamos vivir con Dios. Nos encontramos atraídos a su presencia
sanadora. En Mero cristianismo, C. S. Lewis describe la presencia de
Dios como "una gran fuente de energía y de belleza que se desborda en el
centro mismo de la realidad. Si usted está cerca de ella se mojará: si
no está, seguirá estando seco. Después que un hombre se une a Dios,
¿cómo no va a vivir para siempre? Una vez que un hombre se separa de
Dios, ¿qué puede hacer, sino marchitarse y morir?"
La intención superior de
Dios para la humanidad es la vida, no la muerte -la sanidad, no la
tristeza o el sufrimiento. Seguir a Jesucristo es el largo camino hacia
el amor, el amor que nos sana y nos une, el amor que restaura nuestras
almas.
Dios siga bendiciendo tu vida
Pr. Dolreich Artigas
Dios siga bendiciendo tu vida
Pr. Dolreich Artigas
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